Aurelio Arturo
Aurelio Arturo nació en un pueblito del Estado del Cauca a comienzos del siglo pasado. Allí pasó su niñez durante los años de la dictadura de Rafael Reyes, hasta cuando fue enviado a Pasto a estudiar el bachillerato con un grupo de jesuitas que erradicaban, la “ignorancia nativa”, mediante la instilación de los más prodigiosos dogmas del catolicismo y las literaturas latina e italiana, en las mentes de los muchachos.
La Unión es todavía un pueblo helado por la bruma que baja del cerro La Jacoba, con una esquina donde resiste, la incuria del tiempo, entre basuras y vendedores ambulantes, la casa donde nació el poeta. Su padre fue maestro de escuela. Su madre, que interpretaba canciones acompañada del piano, dio a luz siete hijos, y parece que tuvo como niñera a una negra, que luego Arturo recordaría en sus versos. Quizás fue esa mujer, ¿nieta de esclavos?, la que ofreció al poeta un mundo de frescos boscajes, aguas recónditas y vientos con olor de resina de finas maderas, donde encontró alivio ante la crueldad del presente. El pasado como paraíso.
Llegó a Bogotá a finales de los años veintes, cuando la capital vivía con furor el centralismo administrativo y político, y la doctrina de la prosperidad a debe hacía de las suyas, desplazando la mano de obra de las haciendas hacia la construcción de los ferrocarriles y los enclaves imperiales que explotaban el banano y el petróleo. Un estado de cosas que hizo abandonar las parcelas y fundos a unos cientos cincuenta mil jornaleros en 1928, año de la crisis mundial, y que permitió, al Partido Liberal, hacerse con las banderas del proletariado y llegar de nuevo al poder con Olaya Herrera.
Esos fueron los años de la publicación de sus primeros poemas en La Crónica Literaria de El País y Lecturas Dominicales de El Tiempo. En La Crónica Literaria, Rafael Maya redactó un elogio hueco y desacertado, que leído hoy, dice más de sus prevenciones para con la poesía del sureño, que de su aparente entusiasmo. Arturo tenía 26 años y ya era el gran poeta de su tiempo. En Lecturas Dominicales de 1934 quedan varios de sus poemas de tono social, celebrando individuos y masas de la nueva clase que surgía en Colombia. Nadie los ha recogido en las ediciones posteriores que se han hecho de su obra. Como sucedió con Silva, con Arturo también parece necesario ocultar sus ideas, su rebeldía lírica.
Arturo es, en la apariencia, un poeta que rechaza la realidad pues sus melodías son mejor recordadas que sus asuntos. Pero no hay tal. Si hay un poeta colombiano que celebre el trabajo como forma de felicidad, ese tiene que ser Arturo. En sus poemas aparecen los nombres de hombres ciertos, de trabajadores, de bogas, de cortadores de árboles. Es verdad que buena parte de sus catorce poemas se refugian en la infancia como la morada feliz del hombre, pero el resto celebra la vida laboriosa de los hombres en tierras de nadie, entre el silencio, el amor, la soledad, los veranos, el viento, las noches, las sequías, las palabras, las lluvias, los tambores y los sueños.
La música y los asuntos de los poemas de Arturo hicieron que los jefes de las banderías poético-políticas de entonces vieran en él al rival por excelencia. Arturo debió sentir la derrota en esos años de auge del más torvo y perverso clientelismo poético, cuando ante los avances sociales de los gobiernos liberales, los piedracielistas se dedicaron a celebrar la molicie española, la belleza de las popayanejas, o consumían los días a la búsqueda de una rica heredera con quien casarse y salir de la miseria y el anonimato, como pensaban era la suerte que había corrido Neruda con Delia del Carril.
Arturo, que había estudiado derecho, que tenía cinco hijos, y no estaba dispuesto a vender su alma al diablo, prefirió quedarse en casa y no asistió más a cócteles ni recitales. Solo en 1963 volvió su obra a recibir cierta atención al obtener un Premio Nacional de Poesía, pero ni el premio, ni la crónica que hizo Hernando Téllez, ni el ensayo del joven Eduardo Camacho Guizado, hicieron populares sus versos.