Andrés Bello
Poeta, filólogo, ensayista, historiador, crítico, periodista, jurista y traductor, la obra de Andrés Bello (Caracas, 1781-1865) puede dividirse en tres períodos acordes con el periplo de su existencia en las tres ciudades donde vivió y actuó: Caracas (1781-1810), Londres (1810-1829) y Santiago (1829-1865).
De las tres etapas de su vida valen destacar las dos últimas, pues fue allí donde en rigor produjo lo mejor de su obra. En Londres surge el erudito «positivista» que luego irá desapareciendo en la etapa de Santiago, mientras sirve a varios gobiernos oligárquicos, llegando hasta el «compadrazgo» con el aristocratizante Diego Portales y se sume en un catolicismo que no conoció en sus mejores días de juventud.
Contrariando la tradición neo-clasicista sostuvo que el gusto surgía «bajo las formas peculiares de cada país y cada siglo». Repudiaba así «la autoridad de aquellas leyes convencionales con que se ha querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los ferrocarriles de la poesía griega y latina». No era partidario de las convenciones formales, ni encontraba arte alguno en los preceptos de las escuelas ni en el dogma de las tres unidades, menos en la división de estilos y géneros. Creía que el arte se fundaba en las relaciones intangibles que encuentra el genio al crear con una imaginación resultado del estudio y el trabajo, pero encontraba creaciones enigmáticas y monstruosas, en las fantasías incontenidas, de fogosos transportes. Digno hijo de su tiempo y fiel al poder y sus gustos, clásico y romántico, consideraba que el arte debía regirse por preceptos morales impuestos desde fuera de sí mismo. «La impiedad y la sensualidad pueden ser aliciente para ciertos lectores; pero un alma adornada con dotes sobresalientes debe desdeñarse en emplearlas». «El atrevimiento mismo de la poesía debe respetar ciertos límites, y no perder mucho de vista la verdad, y sobre todo, la justicia».
Como poeta debe su gloria a Alocución a la poesía, fragmentos de un poema titulado «América» (1823) y La agricultura en la Zona Tórrida (1826), junto a su traducción de La oración por todos de Víctor Hugo (1843).
La Alocución a la poesía y La agricultura de la Zona Tórrida se guían por aquellos preceptos. En la primera, «verdadero manifiesto político y literario», publicado en una de los momentos cruciales del siglo, durante la creación de la Santa Alianza —«coronada hidra»— y el fin del imperio napoleónico, sin contrariar los tópicos neoclásicos, ni la imaginería mitológica, ni las medidas tradicionales del verso enuncia un programa y quiere adivinar un futuro para el arte y el artista y elogia las ciudades y los hombres que hicieron la Independencia. Los poetas americanos deben inspirarse en las tierras y variados paisajes de sus países, en su rica historia, sus hechos de armas, la Guerra que acababa de darles libertad.
En la segunda, —«menospreciando la corte y alabando la aldea», haciendo al Dios cristiano ocupar los lugares de los rancios dioses del Olimpo—, se continúan los postulados de la primera, reseña con gala los tesoros de la naturaleza tropical e invita a sus moradores a no agotar las vida en luchas políticas y riñas domésticas a fin de ganar a la naturaleza, con la ayuda de la agricultura, las riquezas que puede ofrecer. La vida laboriosa y honrada de labriego es mejor que el ruido y el vicio de las ciudades.
Las Silvas americanas, como se conocen los dos poemas, causaron revelación en su tiempo pues cambiaron la manera de ver el mundo americano, ya fuera desde las orillas del desfalleciente imperio español o la misma América, a quien iban consagradas. Son poemas descriptivos y didácticos dentro de la mejor tradición retórica de entonces, imitando las formulas usadas por Virgilio en las Geórgicas, pero con propósitos distintos y vario resultado pues Bello quiere que un nuevo hombre americano disfrute no sólo de la libertad recién conquistada sino que ame, frente al tumulto de las ciudades que crecían a comienzos del diecinueve en Europa y América, el campo, donde encontraba la fuente de la futura riqueza de las naciones.
La fe en el poder de los avances técnicos de la modernidad llevó a Bello a concebir los poemas. Las musas debían abandonar una Europa envilecida y envejecida a fin de encontrar nuevas fuerzas en América, principio y fin de las nuevas maravillas y utopías. En una época cuando la mayoría de los poetas desdeñaban el paisaje y las realidades históricas del continente, con una asombrosa intuición dedicó su mejor poema a esos asuntos, creando, con la Silva a la agricultura de la Zona Tórrida, el primer texto lírico que podemos llamar, por mestizo, latinoamericano. Humboldt, a quien había frecuentado durante su viaje a Caracas, el comercio con José María Blanco White o Pablo Mendívil y las lecturas de Berkeley y Locke, le indujeron a un proto-positivismo que expondría en Filosofía del entendimiento (1881), donde sostiene que esta es «en todos ramos, lo mismo que la física y la química, una ciencia fundada en hechos que la observación registra y el raciocinio demostrativo fecunda». Positivismo puesto en práctica, con fervor, al redactar la sección Variedades de Repertorio Americano donde escribió, entre otros muchísimos asuntos, sobre telescopios, el vapor, la sangre, la aguja magnética, el mal de piedra, la navegación fluvial, la meteorología, la digestión, la localidad nativa de la platina, la miel venenosa del Uruguay, el origen de la yuca, la culebra de cascabel, el análisis químico de la leche del palo de vaca y la venenosa del ajuapar, la vejez de los árboles, los terremotos, la locura, etc.
La Filosofía del entendimiento ha sido calificada por Marcelino Menéndez Pelayo [Historia de la poesía hispano-americana, 1948, I-358-359] «la obra más importante que en su género posee la literatura americana». Según José Gaos [Introducción a Filosofía del entendimiento, 1948] «representa la manifestación más importante de la filosofía hispanoamericana, influída por la europea anterior al idealismo alemán y contemporánea hasta la positivista».
La primera parte de los Principios de ortología y métrica de la lengua castellana (1835), donde analiza los fundamentos prosódicos del castellano y los vicios habituales en su pronunciación hispanoamericana, se tiene hoy por anacrónica ante los renovados estudios de la fonética. Pero la métrica, quizás porque entró en desuso a partir de las vanguardias, sigue teniendo la actualidad del ayer. Frente aquellos que querían ver en el verso la sucesión de sílabas largas y breves, imitando lo neo-clásico, los pies griegos y latinos, Bello propuso otros fundamentos basados en el oído y en el ejercicio de la poesía por poetas considerados tales, desterrando de la métrica el fantasma de la cantidad silábica que dominó el siglo XVIII, colocando el verso sobre sus bases silábicas y acentuales. Según Bello el ritmo es la división de tiempo en partes iguales por medio de sonidos semejantes o pausas que las terminan y señalan, es la simetría del tiempo que se compone de elementos sucesivos como la que percibimos en el espacio, «que consta de partes cuya existencia es simultánea». En las lenguas antiguas su base era la cantidad, en las romances, deriva del acento. En cuanto a la rima no la consideraba indispensable frente a «necesidad absoluta» de los acentos y las pausas.
La Gramática castellana destinada al uso de los americanos (1847), con las notas explicativas y en no pocas ocasiones críticas que pusiera Rufino José Cuervo en 1874 y 1882, consagró a Bello como el más genial de los gramáticos de nuestra lengua y es, hasta hoy, el libro imprescindible en la materia.
Presenta primero una reacción ante la llamada gramática ideológica y logicista fundada en una doctrina amplia y sistematizada. Las proposiciones no son para Bello «la enunciación de un juicio» sino de un pensamiento completo; las proposiciones no se estructuran en sujeto, cópula y atributo sino en sujeto y predicado, «todo lo que afirma del sujeto»; las categorías gramaticales corresponden con el mundo de las palabras: el género, por ejemplo, no se explica por el sexo sino por la concordancia con el adjetivo, etc. Bello deslatinizó la gramática castellana al demostrar cómo en su funcionamiento no hay declinación de nombres ni voces pasivas, sólo «construcciones pasivas». Introdujo términos nuevos para los tiempos del verbo: copretérito en vez de pretérito imperfecto, propuso una reforma de la ortografía ateniéndose no a los orígenes sino a la pronunciación culta. Su sistema gramatical es funcional pues parte del análisis sintáctico de la oración, de la cual deduce siete partes: sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio, preposición, conjunción e interjección. El artículo, sostiene, es un adjetivo desgastado; el pronombre funciona como adjetivo o como sustantivo, no está en lugar del nombre sino que expresa la persona gramatical; el infinitivo, el gerundio y el participio son derivados verbales, con algunas características del verbo, pero funciona como sustantivo, el participio como adjetivo y el gerundio como adverbio.
La gramática de Bello fue dedicada a los americanos con el propósito de conservar la pureza idiomática pero sin falso purismo. La parte de su introducción, donde expone sus pretensiones, bien vale, por su genuino americanismo, trascribirla:
Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vehículo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual, y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas; y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación y mal gusto de lo que piensan engalanar así lo que escriben. Hay otro vicio peor, que es el de prestar acepciones nuevas a las palabras y frases conocidas, multiplicando las anfibologías de que, por la variedad de significados de cada palabra, adolecen más o menos las lenguas todas, y acaso en mayor proporción las que se cultivan, por el casi infinito número de ideas a que es preciso acomodar un número necesariamente limitado de signos. Pero el mayor de todos, el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros, embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración producirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, Perú, Buenos Aires, México, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional. Una lengua es como un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que éstos ejercen, y de que proceden la forma y la índole que distinguen al todo. [Obras completas, 1952, IV/11-12]
Andrés de Jesús María y José Bello López se graduó de Bachiller en Artes en 1800. Luego hizo la carrera de derecho y simultáneamente la de medicina, que no concluyó. Había sido profesor de Simón Bolívar. Al introducirse la imprenta en Venezuela en 1808 fue redactor de la Gaceta de Caracas. En 1810, junto a Bolívar fue enviado a Londres en una misión diplomática de la Junta de Gobierno de Caracas. Allí permanecerá hasta 1829 trabajando en asuntos políticos, investigando en el Museo Británico a fin de complementar sus conocimientos lingüísticos, filosóficos y de historia de las literaturas. Es profesor, dirige publicaciones, escribe poemas y estudios críticos y filológicos. Con García del Río publica La Biblioteca Americana, donde aparece la silva Alocución a la poesía (1923) y entre otros artículos el consagrado a ofrecer Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América. Entre 1826-1827 edita El Repertorio Americano, que incluyó la silva A la agricultura en la Zona Tórrida (1826) entre otras muchas colaboraciones. En 1829 llegó a Santiago, donde residirá hasta su muerte. En Chile publicó la mayor parte de su obra y llevó a cabo una grandiosa y compleja empresa cultural a través de la creación de escuelas, leyes y códigos, redacción de periódicos, polémicas, etc.
Publicó El Araucano y la Gramática castellana para uso de los americanos (1847). Su obra completa ha sido publicada en varias ocasiones: en XV volúmenes en Chile, entre 1881-1883 y 1930-1935; en Caracas, en XX volúmenes, entre 1952 y 1962.