Aurelio Arturo
Aurelio Arturo (La Unión, 1906-1974) nació en un pueblito del Estado del Cauca a comienzos del siglo pasado. Allí pasó su niñez durante los años de la dictadura de Rafael Reyes, cerca del imponente cañón del Patía, rodeado de las montañas que vieron asesinar a Sucre, hasta cuando fue enviado a Pasto a estudiar el bachillerato con un grupo de jesuitas que erradicaban, la “ignorancia nativa”, mediante la instilación de los más prodigiosos dogmas del catolicismo y las literaturas latina e italiana, en las mentes de los muchachos.
La Unión es todavía un pueblo helado por la bruma que baja del cerro La Jacoba, con una esquina donde resiste, la incuria del tiempo, entre basuras y vendedores ambulantes, la casa donde nació el poeta.
Su padre fue maestro de escuela. Su madre, que interpretaba canciones acompañada de un piano que había llegado a lomo de peones de brega, dio a luz siete hijos, y parece que tuvo, entre una legión de negros que servían en la casa, una niñera que luego Arturo recordaría en sus versos.
Quizás fue esa mujer, ¿nieta de esclavos?, la que ofreció al poeta un mundo de frescos boscajes, aguas recónditas y vientos con olor de resina de finas maderas, donde encontró alivio ante la crueldad del presente. El pasado como paraíso.
Llegó a caballo, a Bogotá a mediados de los años veintes, cuando la capital vivía con furor el centralismo administrativo y político, y la doctrina de la prosperidad a debe hacía de las suyas, desplazando la mano de obra de las haciendas hacia la construcción de los ferrocarriles y los enclaves imperiales que explotaban el banano y el petróleo. Un estado de cosas que hizo abandonar las parcelas y fundos a unos cientos cincuenta mil jornaleros en 1928, año de la crisis mundial, y que permitió, al Partido Liberal, hacerse con las banderas del proletariado y llegar de nuevo al poder con Olaya Herrera.
Esos fueron los años de sus estudios de secundaria en el Colegio Mayor del Rosario, de derecho en la Universidad Externado, de la publicación de sus primeros poemas en la revista Universidad, La Crónica Literaria de El País y Lecturas Dominicales de El Tiempo. Y quizás también los del encuentro con Jorge Eliécer Gaitán, a quien lo uniría una entrañable amistad. En La Crónica Literaria, Rafael Maya redactó un elogio hueco y desacertado, que leído hoy, dice más de sus prevenciones para con la poesía del sureño, que de su aparente entusiasmo. Arturo tenía 26 años y ya era el gran poeta de su tiempo. En Lecturas Dominicales de 1934 quedan varios de sus poemas de tono social, celebrando individuos y masas de la nueva clase que surgía en Colombia. Ahora han sido recogidos en la edición realizada por la UNESCO. Un trabajo de arqueología literaria impecable, perturbado, en ocasiones, por desquiciadas interpretaciones de sus textos. Uno de esos poemas retrata al Arturo de aquellos tiempos: un poeta interesado en la vida real y los hechos humanos.
Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe
que partió con cien mozos y una bandera
a cubrirse de gloria bajo el sol.
Y a elevar un grito rebelde contra las balas
aún más alto que el grito de rebelde cañón.
Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
que vio la tierra buena enloquecer
y beber salvajemente la sangre brava, y vio
caer sus compañeros junto a la cruel bandera,
bajo el cielo incendiado de la revolución.
Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
dueño de un blanco corcel que victorioso
por campos de sangre y fuego lo llevó,
y en las fiestas del pueblo enloqueció a la mozas,
quizá demasiado altas para sus quince años,
con ritmo en el talle y en los ojos fulgor.
Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
de quien decían los niños en las tardes del pueblo,
señalando el ocaso que es como confusión
de banderas heroicas: por allá con cien mozos,
Juan de la Cruz, el héroe, partió.
Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,
que perdió su alegría y que era también
un fruto de su tierra que bendijo el Señor.
Yo soy Juan de la Cruz, en cuyo honor el pueblo,
en medio de la plaza, sólo un roble plantó.
(Balada de Juan de la Cruz)
Arturo es, en la apariencia, un poeta que rechaza la realidad pues sus melodías son mejor recordadas que sus asuntos. Pero no hay tal. Si hay un poeta colombiano que celebre el trabajo como forma de felicidad, ese tiene que ser Arturo. En sus poemas aparecen los nombres de hombres ciertos, de trabajadores, de bogas, de cortadores de árboles. Es verdad que buena parte de sus catorce poemas se refugian en la infancia como la morada feliz del hombre, pero el resto celebra y evoca la vida laboriosa de los hombres en tierras de nadie, entre el silencio, el amor, la soledad, los veranos, el viento, las noches, las sequías, las palabras, las lluvias, los tambores y los sueños. Una poesía que no existía en las tradiciones ni colombianas ni de la misma lengua. Con una sintaxis que debe mas a su propia voz, que a Perse o Cernuda, como ha anotado cierta crítica.
La música y los asuntos de los poemas de Arturo hicieron que los jefes de las banderías poético-políticas de entonces vieran en él al rival por excelencia. Arturo debió sentir la derrota en esos años de auge del más torvo y perverso clientelismo poético, cuando ante los avances sociales de los gobiernos liberales, los piedracielistas se dedicaron a celebrar la molicie española, la belleza de las popayanejas, o consumían los días a la búsqueda de una rica heredera con quien casarse y salir de la miseria y el anonimato, como pensaban era la suerte que había corrido Neruda con Delia del Carril.
Arturo, que vivía en carne propia las afugias de ser empleado público -(en 1959 siendo ministro del trabajo Otto Morales Benítez tuvo que cesar en su cargo de secretario del ramo por ser tan liberal como el titular), que tenía cinco hijos, y no estaba dispuesto a vender su alma al diablo, prefirió quedarse en casa y no asistió más a cócteles ni recitales. Solo en 1963 volvió su obra a recibir cierta atención al obtener un Premio Nacional de Poesía, pero ni el premio, ni la crónica que hizo Hernando Téllez, ni el ensayo del joven Eduardo Camacho Guizado, hicieron populares sus versos.