Grande Sertão-Veredas  es un monólogo-diálogo de Riobaldo, un ex-bandido, convertido en honorable estanciero, que recuerda con nostalgia episodios de su rica vida aventurera y amorosa.

La historia, de la lucha entre dos bandos de jagunços, termina por enaltecer un mundo violento, recorrido por políticos y un ejército implacable y venal,  ahíto de traiciones, terrores religiosos, miseria y explotación. A través de esta memoria a saltos trasmite la crueldad del paisaje y sus violencias, que para la imaginación de los viejos  seguidores de Antônio Conselheiro, -cuya alquimia de cultos cristianos, ritos africanos e indígenas dio origen a las macumbas y el candomble -, era apenas una grotesca cruzada de dudosos caballeros andantes. La destreza narrativa de Guimarães Rosa permite que la historia se deslice, de la realidad a la fantasía, y de ésta, al mito, como en muchos de sus cuentos, con un expresionismo e invención mitológica de primer orden.

El asunto  de la novela es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido de haber hecho un pacto que le llevó a una vida de perversidad y crímenes, con un daimon  que aparece en todas partes: es voz en el desierto, susurro en la conciencia, súbita mirada tentadora, irresistible maldad. Para conjurar el efecto del Patas aparece Diadorim, muchacha disfrazada de hombre, cuya identidad sólo es revelada después de su partida de este mundo. Riobaldo cuenta sus esfuerzos por vengar la muerte, y entender, la relación con  su extraordinario amigo y constante compañero, joven de inusual hermosura y pureza hacia quien siente una atracción sexual que le atormenta. Siendo un cuento contemporáneo de la lucha entre el bien y el mal, el ángel y el diablo son difíciles de identificar para un hombre fatigado con las vacilaciones, las dudas y la angustia. Como centro de la relación se encuentra la aventura de esa alma, que dividida entre el amor y el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe, pero inspirada por el honor, el amor ultramundano y la más transparente amistad, lucha -como un caballero  medieval- contra la traición, la tentación de la carne y los oscuros poderes de las tinieblas.

Riobaldo sabe que la vida no es inteligible. Descifrando las cosas que le parece importa salvar del olvido, hace su confesión para sí mismo -frente al rostro taciturno del lector-, movido por el anhelo de reafirmar la unidad de su yo; tratando que su papel en los misteriosos caminos de la existencia tenga algo de positivo. Sabe que cada hombre tiene un lugar en el mundo y en el tiempo que le ha sido concedido; que su tarea, una vez cumplida, debe servir a la verdad de los hombres. Así, sus averiguaciones sobre la existencia del diablo y la naturaleza de sus poderes no sólo nos van preparando, en las incesantes alusiones, para recibir un espantoso misterio, sino que desean, al vincularlo a una realidad concreta, aislarlo, -mediante el Amor-, para que no vuelva a contaminar el mundo. Cuando al fin llega la revelación, así haya sido presentida, nos trastorna. Riobaldo queriendo someter a Hermógenes, asesino del padre de Diadorim, pacta con el Maligno y puede hacerse jefe de su bandería. La ayuda del demonio le hace pensar en cómo tendrá que pagarla. Pero Diadorim muere en el mismo momento en que mata a Hermógenes, el Mal.

Entendemos entonces las especulaciones metafísicas del viejo ex-bandido: si rehace en la soledad de su edad todas las suposiciones de los teólogos, todas las teorías de la demonología -llegando hasta creer que Satán es parte del ánima-, es por un asunto personal, íntimo, revivido de manera tan verosímil que quedamos convencidos de la posibilidad de la experiencia. Riobaldo sabe y nosotros le creemos, que los acontecimientos inesperados y favorables que ha vivido hacen parte del pacto: llega a sentirse omnipotente, señor del mundo, y entonces surge la duda, da pasos en falso, no sabe qué hacer y siente una terrible insatisfacción. Su poder, como sucede a menudo, llega en el momento en que ya de nada sirve, cuando los obstáculos para llevar a cabo su pasión por Diadorim desaparecen. Riobaldo,  poeta, al hacer el inventario de su vida ha hecho una travesía por todas las contingencias del ser: el amor, la alegría, la ambición, la insatisfacción, la soledad, el dolor, el miedo y la muerte. Ha referido hechos y cosas como si hubiesen acabado de suceder, sin mancharlas con la razón, descubriendo los abisales sentimientos del alma, los ocultos mecanismos de la  alienación. Al final, cuando el protagonista ha logrado vomitar el fardo de la vida, cuando ha quedado vacío, sentimos también el efecto de la catarsis.

Otra lectura que debe hacerse de Grande Sertão: Veredas  es la de su cuerpo de poesía, su lenguaje. Por estar cargado de un hondo sentido moral y místico,  es principio de todas las cosas: las palabras significan y vuelven a ser, las sílabas tienen el color y la resonancia subconsciente de su forma, la magia rige sus significados. El eterno poema escrupuloso penetra en los modismos y peculiaridades expresivas de las gentes del sertón, el mundo creado por Guimarães Rosa a partir de su lengua: el portugués de Brasil transformado por su conocimiento de otros idiomas, libre de la tiranía de las gramáticas y los diccionarios, inventados, según afirmó, por los enemigos de la poesía. Guimarães Rosa recurre a células rítmicas, aliteraciones, rimas internas, osadías morfológicas, elipsis, cortes y dislocaciones de la sintaxis, voces arcaicas y neologías, metáforas, anáforas, metonimias, fusión de estilos y coro de voces para levantar un habla densa y profundamente personal por lo enigmática. Cada frase es un verso que hace de la totalizante estructura otro signo de la historia que cuenta. La distribución de los acentos en las frases, el ritmo de cada párrafo, indican los diversos estados de Riobaldo mejor que los sucesos mismos.

Por la magnitud de su empresa, por el nivel de creación verbal y mítica en que se sitúa Grande Sertão: Veredas, por la sabiduría de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa  --dijo en 1965 Emir Rodríguez Monegal-- es una, si no la más grande, de las creaciones de la literatura latinoamericana. Es, también, una síntesis magistral de las esencias de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y el Diablo que es su patria.

Su obra ha sido parcialmente difundida en español así: Gran sertón: veredas, traducción de Ángel Crespo, Barcelona, 1967; La oportunidad de Augusto Matraga, traducción de Juan Carlos Ghiano y Néstor Krayy, Buenos Aires, 1970; Manolón y Miguelín, traducción de Pilar Gómez, Madrid, 1981; Urubuquaquá; Noches del sertón,  versión de Estela dos Santos, Barcelona, 1982; Primeras historias, traducción de Virginia Fagnani Wey, prólogo de Emir Rodríguez Monegal, Barcelona, 1969.