Luis Carlos López

A causa de la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas en la Guerra Hispano-Americana de 1898, los intelectuales peninsulares comenzaron no sólo a mirarse a si mismos, sino que vieron en los americanos a una suerte de continuadores de la cultura española, que languidecía a pasos de gigante. Libros, artículos y prólogos de españoles e hispanoamericanos cruzaban el Atlántico en busca de fraternidad. Pero en el fondo lo que verdaderamente los unía era el subdesarrollo y tener que reconocer, por parte de los españoles, la validez de las literaturas que producían los americanos. Era el imperialismo quien los empujaba a mirarse sin los recelos y sentimientos de superioridad-inferioridad de antes. Tanto en España como Latinoamérica, los intelectuales, los artistas y los poetas se pondrían al servicio de las oligarquías que prometían el desarrollo y aunque en España muchos de sus intelectuales tomaron partido por el pueblo, terminarían, como aquellos, defendiendo las «repúblicas» sometidas al poderoso vecino. Unamuno, Valle Inclán y Machado son los representantes más destacados del noventayochismo español.

Unamuno, marxista ortodoxo en la juventud, terminó sus días angustiado por las meditaciones sobre su egoísmo, aunque había combatido al fascismo y conocido la cárcel.  Fue también uno de los primeros en ver en el modernismo una expresión «reaccionaria», entendiendo que los seguidores del primer Darío y el peor Valencia, estaban jugando con unos elementos que si bien hacían sonora la monotonía de una  lengua imperial agotada, también la empinaban sobre unas cumbres donde la realidad, o al menos la sospecha de la realidad, eran un deseo irrealizable.  «Yo soy un indio con manos de marqués» había dicho aquel Darío.

Reacciones que en España y América eran provocadas por la decadencia del mundo imperialista europeo, especialmente francés, que celebraría su gran momento con la Exposición Universal de 1900. La Francia de Barrés, Mauras y Daudet había prometido democratizar la vida política y cultural ante la escalada creciente del mundo obrero y el desafío constante de los anarquistas y socialistas. Acontecimientos que ciertamente no opacaron La Belle Epoque  que en esos primeros catorce años del siglo XX, fue la única en realizar los sueños de Napoleón III, con un París recién renovado por el barón Haussmann. La Belle Epoque, la modernista vida cantada por Darío, fue también la de los anarquistas que asesinaron a la emperatriz de Austria, al rey de Italia, al presidente Carnot de Francia y a otros grandes duques.

París nunca había visto a tanta gente: seis millones de turistas deambulaban por teatros, salas de fiesta, restaurantes y cafés. La «gente decente», que sería la primera en usar el automóvil. La burguesía había llegado a su máximo esplendor a costa de millones de proletarios y de las últimas cabezas coronadas. Los Borbones, los Hapsburgos y los Hanovers no serían más los mismos.

Mientras tanto, en América Latina los intelectuales buscaban una salida teórica honrosa a tantas agresiones como habían vivido en los últimos años.  Una de ellas fue el nacionalismo aldeano o arielismo, cuyo mayor representante es Ramón López Velarde.

El centro de la obra de Rodó, creador del arielismo, constituye una impugnación al capitalismo norteamericano, utilitario y materialista. Ante ella, Ariel  propone un ideal de vida desinteresada, una especie de armonía entre la moral medieval y el espíritu de la cultura griega, teorías que  fueron acogidas con beneplácito por ciertos sectores conservadores de las oligarquías criollas.

Para López Velarde la provincia era, en cambio, una patria íntima que puede ser sentida y vista por un vasto grupo social que conoce el pasado de su nación, comparte su lengua y quiere tener un futuro común. Por eso en su poesía «mexicana» la emoción religiosa, la ternura sentimental, la lentitud de la vida, el apego a las tradiciones, los olores de la campiña, los viejos patios con macetas en flor, las jaulas de los pájaros, los caserones con sus muebles vetustos y polvorientos, los domingos y los días de fiesta, los balcones viejos, las plazas y los noviazgos, sirven para negar una cultura imperial que pretendió negarnos la capacidad de decidir por si mismos. Una poesía donde lo «atrasado» es visto con los ojos de la felicidad:

Vestida de luto eres,

Nuestra Señora de la Soledad,

un triángulo sombrío

que preside la lúcida neblina

del Valle; la arboleda que se arropa

de las cocinas en el humo lento;

la familiaridad de las montañas;

el caserío de estallante cal;

el bienestar oscuro del rebaño,

y la dicha radiante de los hombres.

[A la patrona de mi pueblo.]

El modernismo agonizaba. Los seguidores del más impersonal Darío habían convertido la poesía en algo hueco, con reminiscencias del simbolismo, sentimentalismo lunar y la exaltación del paisaje y tipos castellanos. Por esas razones las varias reacciones antimodernistas, —fueran hacia la sencillez lírica, la tradición clásica, el romanticismo, el prosaísmo sentimental o la ironía—, aboliendo los asuntos modernistas enfatizaron en la metáfora, que sería el arma de fuego de los ultraístas. Greguerías como «La luna es un barco de metáforas arruinado», o «El arco iris es la bufanda del cielo», fueron el resultado lógico de las reacciones contra el modernismo rubendaríaco.

Ortega y Gasset, que tanto influiría en uno y otro lado del Atlántico, consideraba que en «la nueva inspiración poética, al hacerse la metáfora sustancia y no ornamento, cabe anotar un raro predominio de la imagen denigrante que en lugar de ennoblecer y realizar, rebaja y veja la pobre realidad… El arma lírica se revuelve contra las cosas naturales y las vulnera y asesina». Una especie de mundo al revés eran los «retratos» de artistas desilusionados de un cosmopolitismo que apenas habían podido conocer. «La gente decente» había desaparecido o vivía en otros mundos.

La realidad volvió entonces, a comienzos de la década del diez, a imponerse en América y España. Y la «realidad» fue la provincia, los pueblos, las pequeñas capitales que como Bogotá, Madrid, Lima o México no fueron capitales de imperio, y no serían jamás París, Buenos Aires o New York.

Ser provinciano, aceptar la pobreza, fue una de las tantas actitudes por las que optaron los ideólogos y los artistas de los países sometidos. España, México y en cierta medida la Argentina posterior a Irrigoyen, con Juan Ramón Jiménez, Ramón López Velarde y Evaristo Carriego ejemplifican esa actitud. Ser provinciano fue aceptar la posibilidad de vivir con la estrechez de miras, la incapacidad de aceptar ideas generales y de entretenerse con ellas elegantemente, tal como eran vistos los que vivían lejos de las metrópolis.  La vida volvió a mirarse desde la torre de la iglesia parroquial y vestir bien, por dentro y por fuera, no fue preocupación cotidiana.  El hombre de provincia comprobaría que frente al poder de las metrópolis, la malicia indígena, la desconfianza, eran su mejor defensa.

Esa es la actitud que puede leerse en López Velarde:

Suave Patria: en tu tórrido festín

luces policromías de delfín,

y con tu pelo rubio se desposa

el alma, equilibrista chuparrosa,

y a tus dos trenzas de tabaco sabe

ofrendar aguamiel toda mi briosa

raza de bailadores de jarabe

 

Tu barro suena a plata, y en tu puño

su sonora miseria es alcancía;

y por las madrugadas del terruño,

en calles como espejos, se vacía

el santo olor de la panadería.

 

[La suave patria]

 

O en Carriego:

 

Nos eres familiar como una cosa

que fuese nuestra, solamente nuestra;

familiar en las calles, en los árboles

que bordean la acera,

en la alegría bulliciosa y loca

de los muchachos, en las caras

de los viejos amigos,

en las historias íntimas que andan

de boca en boca por el barrio

y en la monotonía dolorida

del quejoso organillo

que tanto gusta oír nuestra vecina

la de los ojos tristes…

 

[El camino de nuestra casa]

 

Luis Carlos López (1879-1950) nació y murió en Cartagena. Su padre era notario y comerciante; hizo estudios de bachillerato y de pintura y estudió algo de medicina. En un soneto poco conocido describe la calle donde nació:

Sucia, sin empedrar, desnivelada

donde vive un genial pariente mío

llamado Rigail… y eso no es nada

porque ahí tiene una tienda, todo un lío

 

sin parangón: betún, carne salada,

puntillas de París, obras de Pío

Baroja y además sobre una espada

y una bacía, farolitos de Tokio…

 

mas esa callejuela inadvertida

saldrá a luz en infolios historiales,

porque allí, por desgracia y un capricho

 

de la fatalidad… ¡vino a la vida

quien escribe estos versos inmortales

para honra y prez de Portugal! He dicho.

 

[Calle del Tablón]

 

Lo primero que veían los viajeros que llegaban por barco a Cartagena a finales del siglo pasado eran tres gigantescos fuertes coloniales reducidos a ruinas, y al pasar por Tierra Bomba, los cientos de leprosos que habitaban la «Ciudad de Oro». Según Charles Saffray, [Una mirada francesa sobre la Cartagena del siglo XIX, 1870, en Las maravillas de Colombia, Tomo III, Bogotá, 1979, págs., 131-142]  lo que más llamaba la atención al llegar era la elevada muralla de plataformas que «recordaba los muros de Babilonia», donde podían correr hasta seis carros de frente.

Cartagena, que había gozado de las glorias y miserias del imperio español, ahora era un montón de escombros. Una masa de cieno invadía el puerto donde se aventuraban las chalupas que reemplazaron los barcos de gran calado. Al pie de las murallas pululaban los caimanes, las iguanas, los búhos y los murciélagos. Las últimas joyas coloniales que adornaron las murallas, sus inmensos cañones, habían sido vendidos a la nueva república del norte por «ciento veinte mil piastras».

Según el viajero francés, al lado de las antiguas casas de caliza y roca, en los barrios residenciales comenzaron a aparecer las de ladrillo, pero las de la «gente decente» tenían mirador, desde el cual se podía ver a los transeúntes sin ser percibido. El comedor daba al patio central; en el centro estaba la fuente, rodeada de flores y arbustos, y alrededor del patio, los cuartos.

El mamey, el níspero, la pomarrosa, la chirimoya, el madroño, el marañón, los guaras, el tabaco de Ambalema, las quininas de Pitayo y Almaguer, el cacao de Ocaña, el oro y los cueros de Antioquia, el platino del Chocó, el caucho, la vainilla y los bálsamos de Tolú y Copaiba, la cera vegetal de los Andes, el dividivi, la zarzaparrilla, el marfil vegetal, los dientes de caimán, las conchas rosadas y la ostra perlera eran algunos de los productos más apetecidos en el mercado de Cartagena.

Poco sería lo que habría de cambiar  hasta bien entrado el siglo XX. Todavía en 1930 vivía un estado de gracia que le procuraban las casonas solemnes, la piedra sarnosa de las murallas, el adoquinado de las calles, las digestiones adormecedoras y los seminaristas que jugaban a la «gallina ciega» en la plaza de Santo Domingo. «La del manso rebaño —con la estigmatizada excepción de tres o cuatro ovejas negras —dice Antonio J. Olier — que el arzobispo Pedro Adán Brioschi pastoreaba con su talante de encomendero y al que piadosamente proveía de recursos de emergencia en las oficinas de agio que tenía montadas en las goteras del arzobispado».

Se dice que cuando la Guerra de los Mil Días Luis Carlos López estuvo dispuesto a militar en las filas de Uribe Uribe, pero antes de participar en batalla alguna fue puesto preso y devuelto a casa.  En 1909 viajó a Bogotá «el único viaje que hizo a la capital», parece que enviado por su padre a asuntos de negocios.

Ya en 1909, como sucedió a Silva, a López le toca dedicarse al comercio. La tienda, de la cual era socio, se llamaba «Bernardo López e Hijo». A la muerte del padre cambiaría la razón social a «López Hermanos». Ser tendero era, en un país sometido, en el reparto imperialista a la agricultura, el mejor negocio posible.