Luis Carlos López

Por el atajo  se publicó en 1920, en Cartagena. Diez años después de Varios a varios, López se decidió a recopilar una serie de variados poemas, sin unidad temática y más humoristas que todos los anteriores. Es de este volumen de donde viene la idea de un López humorista más que satírico, y de no ser por los libros y poemas que antes hemos considerado, así habría pasado a la historia. No hay duda que en cantidad y calidad este libro es muy inferior a los tres anteriores, e incluso puede decirse que las habilidades pictóricas de López se han atrofiado. Sus acuarelas y retratos han perdido en luminosidad y trazo para ganar en caricaturismo y amargura. En este libro el humor de López es maligno, biliar. Véase, por ejemplo, Frente a mi casa:

 

Frente a mi casa vive un zapatero

remendón, a quien alguien puso un mote,

recordando aquel típico escudero

que tuvo en sus andanzas Don Quijote.

 

Dipsómano feliz, gacetillero

de la localidad, jocundo y zote,

resulta el más cumplido caballero

del tirapié, la lezna y el cerote.

 

Y aunque alegre y locuaz empine el codo

con aire bonachón, en el recodo

de suchiribitel será un Atila,

 

si acaso Ud., buscando allí su fosa,

dice de Vargas Vila cualquier cosa…

(¡Para lo que ha quedado Vargas Vila!) 

 

La temática de López puede resumirse, entonces, en poemas lugareños, a la acuarela; retratos de personajes, al carbón, y poemas costumbristas. Una obra que da la sensación de haber sido escrita circunstancialmente, como poemas de ocasión.

El tono de sus mejores poemas es satírico. Quien mejor parece haber analizado este matiz de sus textos es Juan Zapata Olivella. En su artículo El humor en la poesía de López sostiene que para la literatura médica de la antigüedad el término humor tenía que ver con el temperamento. Creían los antiguos, dice Zapata, que circulando en los cuerpos existía cuatro humores: la sangre, la pituita, la bilis y la atrabilis, que se asimilaban a los temperamentos conocidos como sanguíneo, flemático, colérico y  melancólico. La predominancia de uno de estos elementos determinaba el carácter y los sentimientos.

Se ha especulado mucho  —afirma—  sobre las características del humor que puede variar de alegre a mordaz, de físico a verbal, de escrito a empellones, de burdo a refinado y en medio de una serie de matices que van del verde al rojo vivo…  En la literatura se han hecho célebres autores que han escrito obras humorísticas o publicadas ensayos dedicados a satirizar la actitud de los individuos… La esencia de la risa según Hazlit, reside tanto en la incongruencia como en el súbito paso de una idea emotiva a otra con el consiguiente choque de las reacciones emocionales.  En este siglo ha sido Henry Bergson, quien ha expresado, que en la risa hay siempre una intención no confesada, y una especie de anestesia momentánea del corazón.

Ese humor, el carácter de López, determina su poesía. Todo lo que describe y retrata está cargado de una risa burlona, irónica.  Para López las cosas no parecen tener un valor más que burlesco, y tanto paisaje, patria o ideología no merecen otra cosa que ser víctimas del sarcasmo.  Esa es la gran diferencia entre su poesía y la de los poetas españoles del noventa y ocho o López Velarde. El «tuerto» López creyó poco en lo que vio y vivió.  La poesía no pudo servirle para retratar la Colombia que era víctima  de su «clase» e ideología, y su contestación a la realidad que le disgustaba, menos que una protesta de la musa, como en el caso de José Asunción Silva, fue una mueca sentimental.

Con la Generación del Centenario, a la que pertenecen Luis Carlos López y Barba Jacob, se inició en Colombia la aceptación plena de los valores del nuevo capitalismo, y se inauguró una dependencia que todavía perdura.  Contrarios a los Centenaristas mexicanos o argentinos y por supuesto, a los noventayochistas españoles, los colombianos exclamaron: «sólo el capital extranjero puede salvarnos». Creían [Véase, Diego Montaña Cuellar: Colombia país real, país formal, Montevideo, pág., 109] que la solución a la miseria radicaba en la sustitución de la importación de mercancías, por la importación de capitales. Amantes de la Belle Epoque  y de la ordinaria concepción del Big Stick, los Centenaristas, a través de la manipulación de la opinión pública «abrieron las puertas del país al imperialismo yanqui». 

Quienquiera que observe el poderío de la nación de Washington, su posición en la parte más privilegiada de este continente, sus influencias sobre los demás pueblos americanos de los cuales ella se ha llamado hermana mayor, lo atenuadas que en comparación de esas influencias van siendo las de las potencias europeas, y lo insignificantes que en mucho tiempo tienen que ser las de los pueblos asiáticos;—sostuvo Marco Fidel Suárez— quienquiera que esto mire tiene que reconocer que ningún pueblo americano, débil o fuerte, puede desatender el cuidado de una constante amistad con los Estados Unidos.  Sobre todo, después de frescos y elocuentes sucesos, es cuestión de evidencia que los pueblos latinoamericanos deben tratar esa amistad con especial esmero, combinando el cultivo de la paz y demás causas de crédito internacional.  Ni es lícito desoír estos prudentes dictados, porque el dolor de imperecederos recuerdos haya de sofocarlos, pues las naciones no se guían por sentimientos personales, sino por el bien permanente de las generaciones futuras. Siendo esto así, el norte de nuestra política exterior debe estar allá en esa poderosa nación, que más que ninguna otra ejerce decisiva atracción respecto a todos los pueblos de América.  Si nuestra conducta hubiera de tener un lema que condensase esa aspiración y esa vigilancia, él podría ser  res pice polum (mirar piadosamente hacia el polo), es decir, no perdamos de vista nuestras relaciones con la gran confederación del norte.

La Colombia de los Centenaristas tenía unos setecientos mil habitantes, de los cuales no sabían leer ni escribir unos quinientos mil, según el censo de Pedro Uribe Gómez en 1906. El presupuesto nacional era de seis millones de pesos y la deuda exterior de tres millones de libras esterlinas. «No más versos», dijo entonces Uribe Uribe.

Según Uribe, que había combatido la hegemonía conservadora de palabra y en la guerra, y que moriría asesinado a causa de sus ideas, mientras los otros países del continente exportaban bienes de capital, Colombia solo producía versos. Exageración que hacía evidente la preocupación del sector «progresista» de comienzos de siglo por obtener un cambio en las relaciones de producción, incitando a los hijos de la burguesía a preocuparse por asuntos más productivos que la poesía.

El éxito del «tuerto» López se entiende así: Los rebeldes liberales que llegaron al poder a mediados de los treintas creían que haciendo mofa de las costumbres campesinas y de barriada, iban a cambiar un país que ellos siguieron regalando a las grandes empresas extranjeras. Los seguidores de Luis Carlos López habían sido educados en la teoría evolucionista de López de Mesa, según la cual, el hombre descendía de la sardina, y en la topológica del globo terráqueo de Belisario Ruiz Wilches, que afirmaba que la tierra tenía orejas.

Véase  Antonio J. Olier: El poeta de Cartagena, Cartagena,  1975. Baldomero Sanín Cano: Prólogo a Luis Carlos López, Por el atajo, Cartagena,  1928. Estanislao Zuleta: La poesía de Luís Carlos López, Medellín, 1988. James Alstrum: La sátira y la anti poesía de Luís Carlos López, Bogotá, 1986. Juan Lozano y Lozano: Prólogo a Luis Carlos López, Sus mejores versos, Medellín, 1973. Juan Zapata Olivella: El humor en la poesía de López, en El Espectador, Bogotá, 30 de junio de 1974. Marina López de Ramírez: El centenario de una poeta, en Guión nº 119, Bogotá, junio 24 de 1979. Nicolás del Castillo: Apuntes sobre la poesía de Luís Carlos López, en Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, Bogotá, tomo X, n° 97, 1973.  Ramón de Zubiria: Aproximación a Luís Carlos López, en Perspectivas sobre Literatura e historia colombianas, Bogotá, 1989.