Tomás Carrasquilla

Un cambio vertiginoso en el crecimiento de las ciudades de América Latina se produjo en el último cuarto de siglo del XIX. La población de Santiago pasó de ciento treinta a doscientos cincuenta mil habitantes, mientras Buenos Aires alcanzó los ochocientos cincuenta mil. Un nuevo tipo de hombre habitaba la primera cosmópolis latinoamericana. Aventureros que buscaban, como afirma José Luis Romero,

el ascenso social y económico con apremio, casi con desesperación, generalmente de clase media y sin mucho dinero, pero con una singular capacidad para descubrir dónde estaba escondida, cada día, la gran oportunidad...

Buenos Aires modernísimo -escribiría Darío en 1896- cosmopolita y enorme, en grandeza creciente, lleno de fuerzas, vicios y virtudes, culto y polígloto, mitad trabajador, mitad muelle y sibarita, más europeo que americano, por no decir todo europeo.

La Argentina de Darío, con su capital donde no había cien personas que comprasen un libro, pero que editaba uno de los periódicos más importante del continente, parecía dar razón a las tesis de Sarmiento. Entre 1860 y 1913 se invirtieron allí 10.000 millones de dólares, el 33% de las inversiones extranjeras en el área. En ese mismo lapso ingresaron al país 3.300.000 personas que se enrolaron en la economía agropecuaria; en 1887 sus vías férreas alcanzaban 6.200 kilómetros y en 1900 totalizaban 16.600, mientras las exportaciones pasaron de 260 millones de dólares en 1875 a 460 millones en 1900.

El Modernismo, -que se inició en 1888 con la publicación de Azul.., un libro en prosa y verso de Rubén Darío- tuvo como escenario mundial la Belle epoque, crisis espiritual del fin-de-siècle, y coincide con la incorporación de América Latina al sistema económico internacional, cuando las élites comenzaron a importar materias primas a cambio de objetos de lujo, y una emergente clase media buscaba con afán su lugar político y de expresión cultural. Su epicentro fue Buenos Aires y es contemporáneo al simbolismo y el parnasianismo como un proceso de transformación nacido de la insatisfacción y necesidad de renovación de formas y asuntos agobiados por arquetipos románticos.

El Modernismo transformó de raíz la literatura; preparó la asimilación de las vanguardias europeas de los años veintes y el paso de una narrativa «regionalista» a una de mayor universalidad. A pesar del «arte por el arte» y de la aparente falta de interés por la política, esos asuntos quedaron registrados en la poesía -junto a contradictorios rechazos del positivismo- expresando la conflictiva angustia del hombre con unos sentimientos claramente latinoamericanos que contrastaban con la frívola y afrancesada expresión dominante en las literaturas más empobrecidas de entonces.

Los novelistas del diecinueve, que creían en la ciencia, la razón y el progreso, también creyeron que el realismo era un avance sobre el romanticismo y que el naturalismo era superior al realismo. A pesar de que el Modernismo se hizo sentir mejor en la poesía, no dejó de afectar las retóricas y maneras de expresión de la prosa de ficción. Evitando las realidades sociales y políticas, los novelistas modernistas se concentraron en el refinamiento de las técnicas narrativas para exaltar los sentidos, enfatizar en lo raro, lo exótico, lo misterioso, subjetivo, intangible, aristocrático, la evasión y lo excéntrico. Los modernistas sostuvieron un punto de vista melancólico y pesimista del hombre, atrapado muchas veces entre dualidades como la vida y la muerte, el alma y la carne. Escépticos, decidieron importar formas y asuntos. Sus novelas son a menudo reflexiones sobre las ideas europeas de moda, soslayando toda confrontación o siquiera retrato de las que ya se producían sobre el arte o el estilo en América. Como había sostenido Darío, prefirieron inventar el pasado a fin de ser libres como artistas.

Los primeros narradores modernistas fueron Manuel Gutiérrez Nájera, Martí y Darío. Gutiérrez Nájera escribió la primera novela de su generación. De la prosa modernista perduran las crónicas de vida y viajes, pequeñas piezas maestras que evocan pueblos, lugares y sensaciones cuyo exponente fue Enrique Gómez Carrillo. A este periodo pertenece, además, Horacio Quiroga, con sus pesadillas sobre la lucha del hombre contra el horror de la selva o consigo mismo. Y en lo tocante a la literatura de ideas, el crecimiento de la influencia norteamericana había producido como respuesta los ensayos de José Enrique Rodó, que contrapuso los sentires de América Latina a las inclinaciones venales de la cultura de masas norteamericana.

Para la mayoría de los estudiosos del periodo [José Ingenieros, Manuel Ugarte, Fernando Ortiz, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes , Ezequiel Martínez Estrada, Aníbal Ponce y Mariano Picón Salas.], el mestizaje es el signo cultural de América Latina, producto de sucesivos cruzamientos raciales que gestaron en el lenguaje y el comportamiento, en la literatura y el arte, en los regímenes políticos y en las prácticas religiosas, en las maneras de vestir y vivir, en la técnica y la imaginación una genuina capacidad de combinar, deformar y estilizar los modelos originarios. La mayor influencia ideológica la produjo, sin embargo, la Revolución mexicana (1910-1920), a través de la política cultural de José Vasconcelos, transformando la tradicional concepción de la identidad y su misión, y recuperando el pasado de las culturas abolidas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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