Si el Modernismo coincide con la integración de América Latina a los mercados mundiales, la novela regionalista de los años veintes refleja la incorporación del continente a sí mismo. Esa primera postguerra ofreció en la novela una vigorosa corriente que se ocupó de la vida en las regiones apartadas y la lucha del hombre con la naturaleza y las fuerzas sociales. Una de las repercusiones de la Revolución mexicana fue el auge del género, con unos novecientos títulos entre 1910 y 1940. En otros países donde las políticas de México encontraron eco se escribieron novelas que fueron expresión de las relaciones entre un pasado colectivizante pero abolido, y el empuje del individualismo europeo, o las doctrinas materialistas de obreros y campesinos y el corrupto idealismo de las oligarquías. Así surgieron en América las novelas del banano, el cacao, el azúcar, el petróleo, el estaño, el arroz, etc., que hacen honor a las regiones, sus gentes y productos, y son testimonios de la repartición imperialista de los años de entreguerras.
Tomás Carrasquilla (Santodomingo, 1858-1940), recibió el Premio nacional de literatura en 1935, cuando tenía setenta y ocho años. Había vivido hasta entonces una suerte de prestigioso anonimato, quizás porque sus obras fueron publicadas en pequeñas ediciones que apenas circularon en su región, pero también a causa del escaso interés que despertaron, en plena Belle epoque, entre la crítica, más dedicada a auscultar los vaivenes del mundo europeo y el desarrollo de los vanguardismos, que a reparar en el desarrollo de una de las obras más modernas, así haya sido concebida para dar respuesta al exotismo y cosmopolitismo del Modernismo.
Carrasquilla proclamó ante a lo afectado, postizo, erudito y foráneo de los modernistas, un arte nacional que surgiera de los paisajes, la fisionomía y concepciones del mundo de América. Pero también rechazó el costumbrismo por considerarlo superficial; el romanticismo en sus aspectos declamatorios y sensibleros; el naturalismo en sus elementos sombríos y fatalistas y reaccionó, contra el decadentismo y el simbolismo, al encontrarles enfermizo aquel y exótico y hermético este. Rompiendo con el pasado y el presente, Carrasquilla creó una manera de narrar que le permitió ofrecer una imagen integral de un pueblo, el antioqueño, quien tuvo en él no sólo a su más refinado artista sino a su creador. Carrasquilla, como Rómulo Gallegos, Mariano Azuela o José Hernández, son los inventores de unas culturas que hoy reconocemos como los verídicos representantes de esa barbarie que tanto repudiaron, románticos y modernistas, antes que la Gran guerra destruyera la ilusión de que Europa representaba la cultura, frente al atraso y violencia americanas.
Antioquia, una región extremadamente conservadora y católica, ofreció a Carrasquilla los asuntos y tipos para crear las características nacionales del país de entonces. Con su visión de la realidad, nada sentimental, aguda, penetrante y en no pocas ocasiones dolorosa, usando del lenguaje popular trazó un fresco de personajes arrancados de la vida misma, víctimas y victimarios en un cosmos que no existió sino allí, entre las sierras y desfiladeros de la Colombia minera y arriera del siglo pasado. Sus novelas, como sus cuentos, carecen de tramas y argumentos complejos, pero son ricas en caracteres, gentes de origen humilde a quiénes había conocido en pueblos y ciudades. Personajes que reflejan una entera gama de comportamientos, gestos y pareceres donde lo cómico, lo trágico, la mezquindad, la generosidad, el taciturno, el parlanchín, el deshonesto, el honorable, el cura, el campesino, el rico, los doctores, los sirvientes, los obreros, las mujeres y los niños, cada cual con su discurso, color, variedad, humor, simpatía, verdad, odios y amores se dan cita.
Carrasquilla prefería entre todos sus libros Salve Regina (1903), sosteniendo que era la única de sus novelas que le satisfacía completamente. La mayoría de sus novelas cortas estudian sicológicamente sus personajes a través de reminiscencias autobiográficas de prototipos morales o populares. Blanca (1897), por ejemplo, es una muchacha inocente de una rara fuerza espiritual. La heroína de Salve Regina, humana y atormentada, debe elegir entre el amor y el deber. Extremando las virtudes de la objetividad y la humildad, Carrasquilla parece decir que una sobredosis de orgullo, al lado de una riqueza material o un estado social, es siempre autodestructiva.
Frutos de mi tierra (1896), retrata las clases sociales y estudia la obsesión por la riqueza y sus consecuencias. Carrasquilla, dando poca importancia a los valores artísticos de esta su primera novela, dijo que la había escrito para cumplir con una apuesta literaria hecha a uno de sus amigos sobre si se podía o no hacer novela con temas locales. Para Rafael Maya,
es un tejido de chismes, habladurías, enredos y mentiras, todo lo cual constituye el ambiente habitual de nuestras ciudades de provincia. Allí envidias femeninas, pugnas entre familias ricas y pobres, recelos de vecinas mal avenidas, maldad de solteronas, jactancia de petimetres, murmuraciones de criadas, competencia social de las mujeres en la calle, en la iglesia, en las fiestas, espionaje perpetuo por el ojo de las cerraduras, celos por los novios, envidia por las recién casadas, satisfacción por la quiebra económica del prójimo, falsos alardes de piedad, etc. A eso puede reducirse la novela, fuera del halago de una trama sencilla, sin nada novelesco, pero llevado con habilidad y creciente interés.