Bolívar: literatura y política

I

La Independencia fue la culminación de un largo proceso en el cual los latinoamericanos tomaron conciencia de su identidad y cultura.  Bajo el reinado de Carlos III  (1759-1788) un nuevo imperialismo surgió del fortalecimiento del gobierno mediante la centralización, la reforma de la administración, la protección y promoción del comercio con ultramar. La nueva conquista burocrática hirió los sentimientos de los criollos, que en los comienzos del siglo XVIII no veían necesidad alguna de independizarse de la metrópoli pues en la práctica controlaban los cabildos y las decisiones más importantes, e incluso eran ellos, desde el XVII, quiénes pagaban los salarios de los principales funcionarios de la corona. Los Borbones hirieron igualmente el sentimiento de los criollos debilitando la iglesia, constituida en su mayoría por elementos de esta clase, así las cumbres de sus jerarquías estuvieran en manos de peninsulares. Con la expulsión de los Jesuitas (1767), poseedores de extensos territorios pero educadores por excelencia del criollaje, la animadversión contra España llegó a límites antes inimaginados. La expulsión fue considerada un acto de despotismo inadmisible. Unos dos mil quinientos misioneros fueron obligados a abandonar sus lugares de trabajo y estudio. De los 680 que fueron expulsados de México, 450 eran mexicanos. Su exilio a perpetuidad causó un gran resentimiento, incluso entre sus familias y allegados del resto del continente y España.

La Compañía de Jesús fue el mayor organismo cultural, económico y político del mundo colonial. Su internacionalismo permitió que en sus escuelas enseñaran notables educadores, en su mayoría exploradores y activistas, geógrafos y naturalistas. La riqueza de la Compañía estaba representada en bienes tan diversos como las grandes haciendas del valle central de Chile, las estancias de Río de la Plata, las infinitas fincas de Perú y México, las fazendas  e ingenios azucareros del imperio brasileño, los obrajes paraguayos, peruanos y quiteños, las explotaciones mineras en el Chocó neogranadino y eran dueños de numerosos inmuebles, colegios y conventos. Su arraigo americano se explica quizás por la vinculación de muchos de sus miembros a las ideas autonomistas de la España del XVIII y la comunidad de intereses que la Compañía tuvo con las ascendentes burguesías regionales y las culturas nativas, cuyas lenguas defendieron de la cristianización castellana, como el guaraní, que impusieron en las misiones del Paraguay creando el único caso de bilingüismo del continente.

Los jesuitas desterrados escribieron en latín e italiano obras que - paralelas en el tiempo a las insurrecciones y revueltas del cabildo de Asunción en Paraguay, la de Túpac Amaru en la sierra peruana y la de los comuneros de Nueva Granada -clamando por el reformismo social y la aplicación de las teorías sobre el progreso propiciaron una amplia política de mestizaje.

La conciencia de sí era entonces evidente a finales del XVIII. Alexander von Humboldt pudo observar en Essai politique sur le royaume de La Nouvelle Espagne (1811) que «los criollos prefieren se les llame americanos; y desde la Paz de Versalles, y especialmente desde 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: Yo no soy español; soy americano, palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento». Consecuencia lógica por los cambios que habían sucedido desde el XVI en la composición racial y el desarrollo cultural de las colonias que resume bien este soneto anónimo, recogido por Baltazar Dorantes de Carranza en 1604, atizando el odio del criollo del Nuevo Mundo contra los pobres y rudos gachupines, «hacedores de la América»:

Viene de España por la mar salobre
    a nuestro mexicano domicilio
    un hombre tosco, sin ningún auxilio,
    de salud falto y de dinero pobre.
    Y luego que caudal y ánimo cobre
    le aplican, en su bárbaro concilio,
    otros como él, de César y Virgilio
    las dos coronas de laurel y roble.
    Y el otro, que agujetas y alfileres
    vendía por las calles, ya es un conde
    en calidad, y en cantidad un Fúcar;
    Y abomina después del lugar donde
    adquirió estimación, gusto y haberes 
    ¡Y tiraba la jábega en San Lúcar!

Humboldt anota cómo alrededor de 1570 había entre ll5.000 y 120.000 blancos, de los cuales más de la mitad había nacido en Europa. Pero a comienzos del XIX otra era la situación. Entre mestizos (5.328.000) (32%); naturales (7.530.000) (45%) y negros (776.000) (4%) se conformaba la mayoría racial ante unos (3.276.000) (19%) blancos, de los cuales apenas 150.000 eran peninsulares. De allí el acierto de Bolívar cuando el 15 de Febrero de 1819 afirmó ante los congresistas de Angostura que éramos mestizos:

. . . no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores (españoles); así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado.

Este fascinante y contradictorio periodo, llamado por Pedro Henríquez Ureña La declaración de independencia intelectual (1800-1830), está reflejado en un cambio de voz: de un tono apolíneo basado en el orden, la armonía y la razón pasamos a un romanticismo ardiente en pasiones políticas y sentimentalismo, que ofrece un justo panorama de la independencia de nuestras literaturas pues aparece, precisamente, en las primeras décadas de vida de las nuevas repúblicas.

El romanticismo no fue, como suele creerse, sólo un fenómeno artístico y literario, sino una nueva manera de pensar, y aún mas, una nueva manera de sentir, enfatizando en la sensibilidad y la importancia, unívoca, del individuo. Para los románticos los sentimientos primaron sobre la razón, encantando el corazón del hombre y la naturaleza, que se transformó en fuente de emociones y en objeto inanimado al cual la poesía dotó de alma. En reacción contra lo artificial y abstracto, los románticos negaron lo permanente y universal para concentrarse en lo individual, personal y nativo. Los dolores y desilusiones de la existencia, los humildes y desamparados fueron los sujetos de sus preferencias. El héroe romántico se veía a si mismo incomprendido, despreciado, un ser sufriente en su incapacidad de realizar incontenibles deseos. El hombre era un dios caído que recordaba el paraíso. Esta actitud condujo a una urgente necesidad de rebelarse contra la sociedad, contra las reglas establecidas, contra toda forma de opresión. El romanticismo se hizo así sinónimo de insurrección, mostrando, en su deseo de romper con la monotonía de la vida cotidiana, una viva necesidad de saber del «otro», de conocer países extraños, de ser cosmopolitas. La contención y la lógica de los clásicos fue sustituida por la pasión y el lirismo, los sentimientos íntimos se hicieron públicos, el sexo irrumpió como parte que era de la vida. Los autores, filósofos y artistas más influyentes del romanticismo fueron Chateaubriand, Schopenhauer, Byron, Hugo, Pushkin, Delacroix, Corot, Goya, Beethoven, Weber, Mendelssohn, Schumann y Schlegel, entre otros.

II

La inmensa obra guerrera y política de Simón Bolívar (Caracas, 1783-1830) no tendría la misma significación de haber desaparecido su no menos gigantesca obra literaria, representada en los discursos, proclamas y cartas, que Vicente Lecuna recopiló a través de veinte años.

Raramente redactados por su propia mano, asombra cómo, en medio de las batallas, en el destierro, entre las hostilidades de los varios climas o la navegación por mares y ríos, nunca descuidara en la composición de sus escritos. Se trata, aquí también, de productos nacidos en una mente excepcional, de un pensador y orador de primer orden en su tiempo. Si se compara su estilo con los de Belgrano, Bello, Bretón de los Herreros, Caldas, Estébanez Calderón, Feijoo, Fernández de Lizardi, Jovellanos, Lafinur, Larra, Mesonero Romanos, Mexia, Miranda, Moreno, Nariño, O´Higgins o San Martín, cabe hablar de una renovación literaria bolivariana.

Hablaba mucho y bien -dice O´Leary -; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto. Sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelo de elocuencia militar. En sus despachos lucen a la par la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En las órdenes que comunicaba a sus tenientes no olvidaba ni los detalles más triviales; todo lo calculaba, todo lo preveía. Tenía el don de la persuasión y sabía inspirar confianza.

Mientras en algunos de sus contemporáneos domina el tono neoclásico y en otros, la anacronía, en el Libertador hay desde sus inicios un temperamento de artista y una voluntad de estilo nuevos, regidos férreamente por su alma extraordinaria, para expresar ideas y actitudes revolucionarias con un lenguaje fulgurante de frases cortas y apasionadas, con adjetivos, imágenes y tropos espontáneos que inflaman o enfriar el tono de acuerdo a las necesidades. Sus proclamas y discursos son unas veces persuasivos, otras luminosos; sus documentos equilibrados y armónicos, perdiendo brillantez donde ganan en profundidad.

Yo no he podido hacer ni bien ni mal: fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de los sucesos; atribuírmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco -dijo en Angostura en 1819, colocándose a la cabeza del pensamiento social moderno-. ¿Queréis conocer los autores de los acontecimientos pasados y del orden actual? Consultad los anales de España, de América, de Venezuela; examinad las Leyes de Indias, el régimen de los antiguos mandatarios, la influencia de la religión y del dominio extranjero; observad los primeros actos del gobierno republicano, la ferocidad de nuestros enemigos y el carácter nacional. No preguntéis sobre los efectos de estos trastornos para siempre lamentables. Apenas puede suponérseme simple instrumento de los grandes móviles que han obrado sobre Venezuela.

Su primer documento público: Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño, expedido en Cartagena el 15 de Diciembre de 1812, es una violenta crítica al régimen constitucional adoptado por el Congreso Constituyente de 1811.

Analizando los supuestos políticos y las experiencias de la Primera República, previene a los cartageneros para que no repitan los mismos errores. Se ha fracasado -dice-, por adoptar, con los ideales de la Ilustración, -en una sociedad de hacendados esclavistas controlada por aristócratas mantuanos y los grandes cacaos, con rivalidades regionales y comerciales disgregadoras-, una Constitución Federal inconveniente al carácter nacional; tolerante en exceso con el enemigo, equivocada en la elección y reclutamiento de las fuerzas militares, incompetente en finanzas, víctima del fanatismo religioso y las facciones que subvirtieron desde dentro la república.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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