Kostandinos Kavafis
Kostandinos Kavafis [1863-1933] nació y murió en Alejandría. Fue el último, de nueve hijos, de una pareja de prósperos comerciantes fanariotas de Constantinopla. Su padre, Pedro Kavafis, se había casado a mediados del siglo XIX con una muchacha de catorce años, Jariclia Fotiadis, hija de un rico mercader en diamantes que decía descender de un obispo de Cesárea y de un príncipe de Samos. Después de su matrimonio se estableció en Liverpool, donde tenía una casa de exportación de telas e importación de algodón. En mil ochocientos cincuenta y cuatro se mudaron a Alejandría para establecer una sucursal de su negocio. Pedro Kavafis murió en mil ochocientos setenta, cuando Konstandino tenía siete, dejando una escasa fortuna, luego de haber sido uno de los más ricos comerciantes de la ciudad. Tres años después, Jariclia decidió regresar a Liverpool en un intento por rehacer la fortuna de su marido, pero la inexperiencia de sus hijos los llevó a la ruina definitiva, teniendo que volver a Alejandría en mil ochocientos setenta y nueve.
Los siete años que Kavafis pasó en Inglaterra -entre los nueve y los dieciséis-, fueron definitivos para su formación. Aprendió inglés, conoció las costumbres victorianas, escribió sus primeros poemas y se familiarizó con los escritos de Shakespeare, Browning y Wilde, de quienes hay resonancias en sus versos.
Al regreso de Alejandría desde Constantinopla, en mil ochocientos ochenta y cinco, donde habían ido con Jariclia antes del bombardeo y ocupación inglesa de la ciudad, tenía veintidós años y allí viviría el resto de su vida, entre las calles, los locales, las historias de su tiempo, la voluptuosidad de sus noches, su mar azul y su estupenda luminosidad inolvidable. La conocida ciudad de la morería, la del ardiente sol y opresiva tolvanera, de la perenne sed y las enfermedades. Su origen, educación y luego su pobreza no impidieron a Kavafis hacer vida social entre la comunidad griega de la ciudad, sin que por ello dejase de sentirse extrañado. Sabemos que en su juventud tuvo un carnet de periodista y trabajó para un diario local; que durante cinco años fue corredor de bolsa y que escribió, a finales de los ochentas, algunos artículos en inglés contra el imperialismo británico, como el que reclama la devolución de los mármoles Elgin. Según Timos Málanos, en ésta época Kavafis vivió largos y angustiosos períodos de identidad sexual que sólo calmaba con alguna visita a los burdeles para bisexuales y sus escasos affaires d'amour en el barrio donde está la mezquita de Attarine, donde iba con un paje que vigilaba las posibles apariciones de su madre, con quien vivió hasta mil ochocientos noventa y nueve, año de su fallecimiento de ella.
Kavafis tuvo pocos amigos en su juventud. Aparte de su prolongada amistad con Pericles Anastasiadis, solo cuando tuvo treinta y ocho años conoció, en un viaje a Atenas, a Gregorio Xenópulos, y no fue hasta los años de la primera guerra cuando entró en comercio con hombres de su altura, como Robin Furness, John Forsdyke o E.M. Forster, que trabajaba para la Cruz Roja y quien hizo conocer su obra en el mundo inglés. Xenópulus le describió entonces como “Muy moreno como nativo de Egipto, con bigotito negro, lentes de miope, con un terno de alejandrino elegante y un ligero acento inglés, con apariencia de comerciante gentil y mundano que oculta cuidadosamente al filósofo y poeta.”
Sus primeros sueldos regulares comenzó a ganarlos pasados los treinta, luego de trabajar gratis por tres años, a la espera de una vacante, en el Ministerio de Riegos, donde copiaba informes, llevaba cuentas bancarias, manejaba la correspondencia extranjera y traducía documentos. Trabajo que conservó por treinta años, hasta mil novecientos veintidós, cuando se retiró, y que siendo tedioso, le permitió tener las tardes y las noches libres.
Más allá de lo que suele pensarse después de leer sus poemas eróticos, la vida alejandrina de Kavafis fue poco dramática, incluso su aislamiento literario, que consideró no del todo desventajoso para el crecimiento de su obra. En un comentario acerca de la indiferencia de los griegos por la literatura, escrito 28 de abril de mil novecientos siete, Kavafis resalta lo importante que es para el escritor la independencia de sus lectores:
Pero al lado de todo lo desagradable y hostil de la situación, cada día peor, déjeme anotar -como una muestra de alivio en nuestras miserias-, una ventaja. La ventaja es la independencia intelectual que se garantiza. Cuando un escritor sabe bien que unos pocos ejemplares serán vendidos, gana una gran independencia para su trabajo creador. El escritor que tiene la seguridad, o al menos la posibilidad de vender toda su edición, y quizás futuras ediciones, no pocas veces es influenciado por las futuras ventas. Casi sin saberlo, sin pensarlo, habrán circunstancias cuando conociendo lo que el público piensa, lo que gusta y compraría hará algunos pequeños sacrificios, escribirá está frase un poco diferente, dejará fuera aquello. Y no hay nada más destructivo para el arte, tiemblo con sólo pensarlo, cuando una frase debe ser cambiada, cuando hay que omitir algo.
Quizá por está, y otras razones de índole social, Kavafis murió sin ofrecer un volumen al público. Tuvo el valor de elegir sus lectores, entregando mínimos ejemplos de su obra a quienes le visitaban o a aquellos que consideraba podían comprender lo que hacía. Entre mil ochocientos noventa y uno y mil novecientos cuatro imprimió seis poemas de los ciento ochenta que tenía escritos; en mil novecientos cuatro, catorce, y en mil novecientos diez, veintiuno, de los doscientos veinte que contenían sus archivos. Esas escasas muestras llamaron la atención de algunos escritores alejandrinos y de otros en Atenas, especialmente entre los jóvenes. A finales de la primera década del siglo, los editores de Nea Zoí solicitaban sus poemas, así como los de Grammata. De allí en adelante Kavafis gozaría de cierto prestigio local, nada despreciable, en una Alejandría donde según Kostas Uranis vivían, en esos años de entreguerras, los mejores escritores griegos de su tiempo. Después de la muerte de su madre, Kavafis mantuvo poca relación con sus dos hermanos sobrevivientes. Según Liddell, el poeta, bien entrado el nuevo siglo, parecía estar de vuelta de las pasiones. Pero si ellas se iban diluyendo con la madurez, su círculo de amigos y admiradores se ampliaba. Aparte de Anastasiadis, pintor y hombre de negocios, tenía cerca al coleccionista de arte Antonio Bekani, a su hermana Penélope y el historiador Jristos Nomikós.
En materia de gustos literarios, prefería Grammata, algunos de cuyos editores habían pertenecido a Nea Zoí. Está última se inclinaba por la estética de Kostis Palamas, pero su relación con Grammata duró poco, quizá porque Miguel Peridis, luego uno de sus admiradores, en plena juventud escribió una nota contra la poesía de Kavafis, diciendo que su prestigio terminaría con la muerte del autor. Palamas era un hombre influyente y vivía en Atenas. Para José Angel Valente, «en cierto modo Kavafis es la contrafigura de Palamas. Al alto vuelo y a la abundante retórica de éste opone espontáneamente Kavafis un tono menor, la concisión y el tratamiento oblicuo de los grandes temas. Palamas es el poeta de la conciencia nacional y de la aspiración a formas de perfección absoluta; Kavafis es el poeta de la historia, concebida como un mecanismo implacable en cuyos engranajes se inserta, con sentido o como un contrasentido, el drama de la conciencia personal».
Este recuento tiene que ver con el debate, de carácter supuestamente lingüístico, que venía ocurriendo en Grecia a comienzos de siglo. La polémica en torno al dilema [diglosia] -lengua popular [demotikí glosa]/lengua culta [kathavérusa]- había comenzado con la aparición, en mil novecientos uno, en Acrópolis, de Atenas, de una serie de traducciones del Nuevo Testamento al demótico. En mil novecientos tres los debates volvieron a presentarse a raíz de la publicación de la trilogía de Esquilo y así, hasta mil novecientos diecisiete cuando el gobierno aceptó la enseñanza del demótico en las escuelas públicas.
A Kavafis lo tocaba de cerca el asunto. Desde sus primeros poemas había estado escribiendo en una rara mezcla de ambos, dando énfasis al demótico. Por eso Kavafis parece hoy un poeta más popular que culto. Su desdén por la poesía culta llegaba a extremos como el de ridiculizar, la obra de Palamas, llamando a cierta clase de alcohol, whisky Palamas, si creemos a Liddell:
No se puede negar que algunos jóvenes venían a la calle Lepsius para admirarle, como para burlarse de él. Los atraía también la generosidad del poeta con el whisky. Tenía, no obstante, cuidado de darles el mejor. Me han contado que una vez, al ofrecerle una copa al pintor Zacynthinos y éste procediera a servirse, Kavafis le detuvo diciendo: «ese es el whisky Palamas», y continúo: «como estamos solos le daré algo mejor.
La moderna Alejandría, dice Forster, difícilmente podría considerarse una ciudad para el espíritu. En la mencionada nota del veintiocho de abril de mil novecientos siete, Kavafis manifiesta el disgusto de vivir en una ciudad tan ajena al concepto cosmopolita de Londres o París:
Ya me he acostumbrado a Alejandría, y es verdad que aunque fuese rico, aquí me quedaría. A pesar de esto, cómo me disgusta esta ciudad. Qué problemática, qué carga son las ciudades pequeñas -cuánta falta de libertad.
Aquí me quedaré, otra vez no estoy tan seguro de lo que quiero-, porque es como mi país natal, porque está ligada a mis recuerdos.
Pero cómo un hombre como yo -tan distinto- necesita una gran ciudad. Londres digamos. Cuando llegan las… de la noche, pasa continuamente por mi mente.
Alejandría, que en su época heroica llegó a tener más de seiscientos mil habitantes, en los tiempos de la juventud de Kavafis escasamente llegaba a los trescientos mil, una cuarta parte de ellos extranjeros: armenios, griegos, sirios, italianos, franceses, ingleses, alemanes.
Alejandro de Macedonia fundó esta ciudad [الإسكندرية] Al-ʼIskandariya, en el invierno del trescientos treinta y uno antes de Cristo. Ordenó el trazado a Dinócrates, que había adquirido reputación por la restauración del templo de Diana, en Éfeso, que Eróstrato había incendiado el 21 de julio del 356. Fue levantada con calles paralelas, una de las cuales tenía setenta metros de ancho e iba desde la puerta Canópica hasta la necrópolis y estaba decorada con espléndidas casas, templos y edificios públicos. Tenía tres barrios: el Regio Judeorum, el Rakotes o barrio egipcio, donde estaba el templo de Serapión, y el Brukeum o real barrio griego donde estaban los palacios de los Ptolomeos, la biblioteca, el museo, la universidad, las salas de conferencias, el templo de los Césares y la corte de justicia. Al lado este de la isla Pharos estaba la torre de mármol blanco, de ciento veinte metros, que hizo levantar Ptolomeo Sotir para descubrir naves a cien millas de altamar. Según el monje e historiador Euriquio, Amr ibn al-As pudo decir al califa Umar ibn al-Jattab, en el seiscientos cuarenta y dos, que la ciudad tenía cuatro mil palacios, cuatro mil baños, doce mil mercantes en aceite, doce mil jardineros, cuarenta mil judíos que pagaban impuestos y cuatrocientos teatros o sitios de diversión.
Al califa y su lugarteniente debemos, sostiene el cronista Ibn al-Kifti en su Crónica de los sabios, la leyenda de la desaparición de la biblioteca. Según Abulfaragius, Juan el Gramático quería que Amr ibn al-As le regalara la biblioteca. Este respondió que él no podía decidir y tenía que escribir al califa. Umar ibn al-Jattab respondió diciendo que si esos libros contenían las mismas doctrinas del Quran, no debían usarse porque El Libro las contiene todas, pero si contenían doctrinas distintas, debían ser destruidos. Sin pensarlo dos veces, Amr ibn al-As habría ordenado quemar los libros, que “ardieron” por seis meses alimentando el fuego que calentaba las aguas de los cuatro mil baños. Lo cierto es que para entonces ya no existía la Biblioteca, que había ido desapareciendo merced a las guerras civiles entre romanos, los desastres naturales y el fanatismo de los coptos.