Kostandinos Kavafis

Los epitafios a Ignacio, Lanis y Iasis cuentan cómo han padecido la influencia de la libre vida Alejandrina.  Ignacio muere Ignacio, pero había sido Kleón, famoso por sus bienes y belleza; Lanis no quiso prestar su cuerpo para la creación de un nuevo arquetipo, y Iasis fue consumido por las llamas de los vicios alejandrinos. Todos piden clemencia a quien lea las inscripciones de sus tumbas.

Aquel Lanis que amaste no está aquí, Marcos,
    en esta tumba donde vienes a llorar y permaneces.
    El Lanis que tú amaste está contigo
    en tu casa, cuando te guardas a mirar el retrato
    que aún guarda lo más valioso de él,
    que guarda lo que más amaste.
 
    ¿Recuerdas, Marcos, cuando trajiste
    al famoso pintor de Kirenia, del palacio del procónsul?
    Con cuánta astucia trató de persuadiros,
    al ver a tu amigo,
    que debía pintarlo como Jacinto
    y así su retrato sería famoso.
 
    Pero tu Lanis no quiso prestar su belleza;
    con firmeza, se opuso al pintor
    diciendo que no quería parecerse a
    Jacinto, ni a ningún otro,
    sólo a Lanis, hijo de Rametijos, un alejandrino.

[Λάνη Tάφος]

Mirys: Alejandría año trescientos cuarenta después de Cristo, es uno de sus exquisitos bricolajes, donde erotismo e ideología, tejen una respuesta a la hipocresía.  La representación de una farsa, hypokrisía, que no puede compartir  quien conoció al difunto ejerciendo los ritos paganos, es apenas uno de los aciertos del poema.  La doble vida de Myris, expuesta en el texto, sugiere que al morir, el cuerpo que ha fingido virtud, puede corromper. Kavafis entonces hace que el protagonista se retire de la escena y conserve los recuerdos del placer como esa otra realidad que no percibe el mundo ritual del cristianismo.  Alejandría, el paraíso en vida, esta aquí opuesto a Cristo, el paraíso tras la muerte.  La carne como espíritu versus  la fe como paz. ¿Fue consciente Kavafis de esas posibles connotaciones? No lo sabemos, pero la minucia del título algo indica.

Cuando supe la noticia,
    que Myris había muerto,
    fui a su casa, aun cuando evito
    entrar en casa de cristianos
    que tienen lutos o fiestas.
 
    Me detuve en el zaguán. No quise entrar,
    me di cuenta que los parientes del difunto
    me miraban con sorpresa y disgusto.
    Le tenían en un gran salón.
    Desde el rincón donde yo estaba
    pude ver los preciosos tapetes y los jarrones
    de oro y plata.
 
    Me quedé llorando en un rincón del corredor.
    Pensé que sin Myris nuestras reuniones
    y paseos no serían los mismos.
    Pensé que nunca volvería a verle
    en nuestras indecentes y maravillosas amanecidas
    gozando, riendo y recitando versos,
    con su perfecto sentido del ritmo.
    Pensé que había perdido para siempre su belleza
    para siempre, el joven que adoraba con pasión.
 
    Unas viejas, cerca de mí, hablaron en voz baja
    del último día de su vida:
    el nombre de Jesús siempre en sus labios,
    en sus manos la cruz.
    Luego, cuatro sacerdotes cristianos
    entraron al salón suplicando a Jesús o María,
    [no conozco bien esa religión].
 
    Sabíamos que Myris era cristiano,
    desde el principio, cuando vino a nuestro grupo,
    lo supimos. Pero vivía como nosotros,
    más entregado al placer, gastando su dinero en diversiones.
    Sin preocuparse de la opinión ajena
    participaba en nocturnas disputas callejeras
    cuando nos enfrentábamos a nuestros rivales.
    Nunca habló de su religión.
 
    Incluso una vez dijimos
    que deberíamos llevarle a Serapión
    pero, ahora recuerdo,
    no pareció gustarle la broma.
    Sí, ahora recuerdo otros dos incidentes:
    cuando hicimos libaciones a Poseidón
    se apartó del grupo y miró a otro sitio,
    y cuando uno de nosotros, con el fervor, dijo
    «El sublime y grande Apolo nos proteja y favorezca»
    Myris, sin que lo notaran, dijo: «Conmigo no cuenten».
 
    Los sacerdotes rezaban en voz alta
    por el alma del joven.
    Me di cuenta con cuanta diligencia,
    con cuánto respeto por sus ritos
    estaban preparando el funeral.
    De repente, una rara sensación me invadió:
    inefablemente sentí
    cómo Myris se alejaba de mí;
    sentí que él, cristiano como era, había
    permanecido ligado a su gente,
    mientras yo me iba convirtiendo en un extraño.
    Sentí incluso
    cómo una doble duda me embargaba:
    había sido engañado por mi pasión,
    y siempre había sido un extraño para él.
    Huí de esa horrible casa,
    huí antes que mis recuerdos de Myris
    pudieran ser robados, pervertidos por su cristianismo.

[Μύρης· Aλεξάνδρεια του 340 μ.X.

Lo que podemos llamar estética kavafiana viene, sin duda, del uso de la lengua popular, en la que se puede menos pensar que cantar, pero con la cual Kavafis medita un destino o retrata un recuerdo, sin que la verdad de los hechos o los sentimientos determinen el efecto último del poema. El poder de sugestión importa más que la realidad. Esa es la razón para que muchos de sus poemas eróticos puedan ser calificados también de filosóficos; es el pensamiento, y no la carne misma, la que evoca la pasión que da una respuesta a una moral cazurra o farisea. Candelabro es un buen ejemplo de esa maestría. Solo los versos finales remiten a los sentimientos; la visión de las llamas y su penetrante luz son metáforas de la pasión, y el pensamiento puede decir para quien no es este tipo de luz o ejercicio del placer:

En un cuarto -vacío, pequeño, cuatro paredes
    cubiertas de tela verde-
    un hermoso candelabro arde cálidamente;
    y en su ardor, cada una de nuestras pasiones
    arde también con violenta lascivia.
 
    En el pequeño cuarto, donde brilla el
    vívido fuego del candelabro,
    la luz es única
    No es para cuerpos tímidos
    la voluptuosidad de estas llamas.

[Πολυέλαιος]

A partir de mil novecientos doce Kavafis comenzó a publicar y escribir poemas abiertamente homosexuales. En ellos se complacía al recrear, más que recuerdos, el goce de la pasión y el ardor de los deseos no satisfechos. Ahora importaba menos la erudición y la historia pues había descubierto que en los cuerpos de la juventud hay una sabiduría que aquellos no aportan. La saciedad de los deseos será fuente de conocimientos.

Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones —escribió Lawrence Durrell en Justine refiriéndose a los placeres alejandrinos—; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego [Kavafis], parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo.. [...] Los cuerpos hoscos de los jóvenes inician la caza de una desnudez cómplice, y en estos pequeños cafés a los que solía ir Balthazar con el viejo poeta de la ciudad  los muchachos, nerviosos, juegan al chaquete bajo las lámparas de petróleo y, perturbados por el viento seco del desierto —tan poco romántico, tan sospechoso—, se agitan y se vuelven para mirar a los recién llegados. Les cuesta respirar y en cada beso del verano reconocen el gusto de la cal viva...

Kavafis cuenta y recuerda los fracasos de cualquier relación erótica, las grandes esperas y las míseras recompensas del comercio carnal: un anciano se sienta, al fondo de un café, a recordar las cobardías eróticas de su juventud y ve cómo el tiempo le engañó, cómo la prudencia lo traicionó [Un viejo];  la evocación de un recuerdo es el poema [Vuelve];  en una pobre habitación [Una noche], mientras abajo unos obreros jugaban a las cartas, se vivieron, casi en silencio, espléndidas horas, etc.

La habitación era barata y sórdida,
    oculta sobre la dudosa taberna.
    Desde la ventana podías ver la sucia
    y estrecha callejuela. Desde abajo
    venían las voces de algunos obreros,
    que jugaban a las cartas y se divertían.
    Y allí, en esa pobre y usada cama
    tuve el cuerpo del amor, tuve los labios
    voluptuosos y rosados de la embriaguez,
    rosados de tanta embriaguez
    que ahora, cuando escribo, después de tantos años,
    en esta casa solitaria vuelvo a estar borracho.

[Μια Νύχτα]

Kavafis creó también una estética donde lo pobre, lo sucio, el desempleo y la miseria podían ser objeto de belleza.  Indiferente, como debió ser en ideas políticas, su progresividad surge de los sujetos a quien se dedicó a celebrar y que para los hombres y mujeres de su tiempo no merecían el canto.

La poesía de Kavafis gozó de escasa difusión en la Grecia de la Belle Epoque.  Su prosaica frugalidad en el uso de adornos, su permanente evocación del ritmo hablado y el uso de coloquialismos; su abierto tratamiento del homosexualismo, su retorno al epigrama, su esotérico sentido de la historia, su cinismo en política, su creación de un mundo mítico le hicieron extraño a los sentidos de los poetas griegos de entreguerras pero garantizaron la permanencia de uno de los mejores testimonios del hombre y la mujer de este siglo perverso que acaba de terminar.

Pequeño y de poco cuerpo, vestido sin pretensiones, deambulaba con las manos en los bolsillos y el sombrero echado hacia atrás, recuerda su amigo Jristos Nomikós [ver Yalurakis]. Los años habían blanqueado su pelo y sus pasos cansados lo llevaban de un lado para otro, tácito y pensativo. Su rostro rasurado e impasible, surcado de profundas arrugas nada traslucía, pero sus ojos vivaces miraban, tras las enormes gafas, con gentileza, curiosidad y cierto destello irónico. Recibía en su casa del 10 Rue Lepsius [hoy Sharm el Sheikh],  del barrio Massalia cerca a la iglesia de San Sabas, holgando en su poltrona bajo la tenue luz de una lámpara, mientras jugaba con las cuentas de su querido komboloï.  Cuando estaba de buen ánimo, hablaba sin cesar, desgranando tesoros de su sabiduría de la historia y la vida. Entonces todo se hacía silencio ante ese espíritu lúcido que mucho sabía y mucho había templado su esfuerzo por crear un arte y una música eternas.”

Versiones directas del griego de Harold Alvarado Tenorio y Rena Frantzis.

Véase Edmund Keeley: Cavafy's Alexandria, Cambridge, 1976. Francisco Rivera: Máscaras y mitos de Constantino Cavafy, en Eco, n° 164, Bogotá, 1974. Goyita Núñez: Visión panorámica de Kavafis, en Estudios Clásicos, n° 53, Madrid, 1968. Gregorio Xenópulos: Un poeta [Eneas piitís], en Nea Hestía, Atenas, noviembre 1963. Jorge Savidis: Los papeles de Kavafis, [I kavafikés ekdosis, 1891-1932] Atenas, 1966. José Angel Valente: Constantino Cavafis, en Revista de Occidente, IV, Madrid, 1964. Kostas Uranis: Los míos y los otros, [Dikí mas ke xeni, Portreta ke skitsa] Atenas, 1955. Manolis Yalurakis: En la Alejandría de Kavafis, [Stin Alexandria tu Kavafi] Atenas, 1974. Margarite Yourcenar: Constantin Cavafy, en Eco, n° 164, Bogotá, 1974. Miguel Castillo Didier: Kavafis, el último alejandrino, en Boletín de la Universidad de Chile, nºs 69-70, Santiago, 1966. Peter Bien: Constantine Cavafy, Nueva York, 1964. Robert Liddell: Cavafy, New York, 1978. SRK Glanville, ed.: The Legacy of Egypt, Londres, 1942. Timos Málanos: El poeta Kavafis, [O piitís KP Kavafis O ánthropos ke to ergo tu] Atenas, 1957. Yorgos Seferis: Notas sobre Cavafy, en Poesía nºs 19-20, Valencia, 1974. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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